EL CADÁVER

La señora del séptimo B está sentada delante del televisor con el gato gris sobre los muslos. El animal, inmóvil, pertenece al orden decorativo y si no fuera por el fuelle de la pausada respiración, podría pasar por un peluche; también la mujer, quieta frente al aparato, detenta la categoría de una muñeca de tamaño natural. En la televisión un hombre de aspecto truculento habla con una chica rubia.

‑¿Nunca volveré a verte?

La rubia le da la espalda y llora.

Una claridad gris, otoñal, se cuela por la ventana e impregna la habitación de una aciaga atmósfera de tanatorio. El piso huele mal, acaso por el gato, acaso por una deficiente higiene de la propietaria.

‑Es posible ‑dice la rubia.

Sobre la ménsula de la falsa chimenea hay dos fotografías. En una de ellas, la mujer, con bastantes años menos, posa risueña al lado de un hombre contra un paisaje costero cerca de un muelle en el que se aquietan algunos barcos de pesca; si alguien mirara el reverso de la fotografía podría leer Cadaqués, 1970. En la segunda fotografía, la mujer, envejecida, acaricia un perro de color canela; seria, manosea al animal con desafecto, como si fuese una costumbre: detrás, al fondo, hay un jardín con un camelio y un arriate con rosas y margaritas; si le diésemos la vuelta a esta fotografía podríamos leer Pontevedra, 1999. El gato se mueve: pasa una pata por el hocico varias veces, aprieta la cabeza contra la mano de la mujer y recobra la postura anterior.

‑No voy a poder soportarlo ‑dice el hombre truculento con las manos en los bolsillos del pantalón, actitud que parece contradecir la tristeza que le provoca la futura ausencia de la chica rubia que ahora se aproxima a él, le roza una mejilla y trata de consolarlo.

‑Quizá la vida nos dé una segunda oportunidad.

‑La vida nunca da segundas oportunidades.

Delante de la mujer con el gato hay una mesa baja de madera y cristal; sobre ella una revista en cuya portada sonríe Martina Klein; al lado, un periódico abierto con el crucigrama a medio cubrir y encima de esa página un bolígrafo; a la derecha del diario yace un reloj de pulsera que marca las 17:47: va retrasado dos minutos. En una pared cuelga un cuadro de firma ilegible que representa un paisaje urbano con edificios, antenas, una calle desierta y, lejano, algo que parece un tranvía. Pudiera ser algún rincón de Lisboa, de Bruselas, tal vez. Si aplicáramos una lupa a la firma leeríamos M. Lor, 1985. Ignoramos quién pueda ser el hombre o la mujer que firma el cuadro de una ejecución limpia que denota oficio. Junto a la chimenea una planta se dobla y sus hojas mustias delatan la falta de cuidados. Tiene un tronco retorcido o varios troncos que se enroscan en uno: es una pachira, una planta de interior a la que no conviene la luz directa y cuyas hojas hay que pulverizar con agua cada tres días y regar la tierra cada ocho; parece evidente que nadie se ha encargado de procurarle tales atenciones. Al pie del sillón donde está la mujer del gato alguien abandonó un frasco de Nasolina, un inhalador nasal.

‑Por favor, no digas eso ‑ruega la chica rubia.

El gato salta del regazo de la mujer, relaja los músculos, se dirige al comedero situado en el balcón pero no hay pienso en el recipiente; bebe el agua sucia del plato y asoma la cabeza por los hierros, mirando una bandada de patos que planean sobre la superficie del río.

El hombre truculento golpea una pared con el puño y alza la voz.

‑¡Estoy harto de resignarme!

La mujer de cuyo regazo saltó el gato, la mujer que dejó a medias el crucigrama, la que usa un pulverizador nasal, la que aparece en la fotografía costera y en la del jardín, lleva seis días muerta recostada en el sillón. Muerte en soledad: la más cruel de las muertes. Nadie en el edificio lo sabe pero más temprano que tarde alguien se percatará de su ausencia o detectará el olor nauseabundo de la descomposición que atufa el piso y empieza a dispersarse por debajo de la puerta. El gato regresa y se pone a jugar con el frasco de Nasolina, 20 ml., oximetazolina, 0,05%.

‑¡Harto de este infierno! ‑vocifera el hombre.

La muerta tiene las gafas sobre el pecho, sujetas con un cordón. Restos de saliva seca sellan las comisuras de los labios que el tiempo redujo a un tajo horizontal, apenas perceptible. La dentadura postiza se ha aflojado y le proporciona al rostro un aspecto de tétrica comicidad. Los párpados permanecen abiertos. Una paloma viene a posarse en la barandilla del balcón y cuando el gato da un paso hacia ella reemprende el vuelo. El gato se acerca a la pachira y juguetea con las hojas. Maúlla.

El hombre truculento mira a la chica rubia.

‑Cuando te vayas, moriré ‑dice y rompe a llorar.