El arte del puzle

Blog del escritor José María Pérez Álvarez, 'Chesi'

Mes: diciembre, 2015

LOS LIBROS INFANTILES

Hay libros que alguien decidió, en función de no sé qué extrañas sinrazones, considerarlos infantiles y así, al menos en mi niñez, nos avasallaron con ficciones que, posiblemente por estar en muchos casos protagonizadas por niños, resultaban difíciles de comprender en toda su magnitud. Ciertamente, uno podía sentirse partícipe de las aventuras de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn sin necesidad de hacer una lectura crítica, sencillamente acercándose a ellos (o, mejor aún, sumergiéndose en ellos de hoz y de coz: cuando uno lee a esa edad se siente identificado con las aventuras de sus personajes y pasa a formar parte del argumento. Esa voracidad lectora quizá ya no vuelva a darse en la edad adulta) como un entretenimiento más, igual que jugar a las chapas, disfrutar de un partido de fútbol o devorar los días de vacaciones. Y, desde la perspectiva de los años, no estaba nada mal aquella estrategia que ponía en nuestras manos ficciones de calidad, con frecuencia resumidas e ilustradas: ahí nos encontramos con párvulas falsificaciones de Julio Verne, de Stevenson, de Defoe, de Salgari, de Melville, de Shakespeare. Era una buena forma de entrar en contacto con el mundo de la literatura que para los de mi generación resultó tan importante. Existían obras dirigidas directamente a la niñez: las correrías de Guillermo Brown, por ejemplo. Pero en ocasiones pusieron a nuestra disposición de forma arbitraria volúmenes que, aprovechando que había un niño o una niña de por medio, de inmediato eran catalogados como libros infantiles y que uno leía con prevención porque no era capaz de entender, ni siquiera de forma aproximada, de qué iba el asunto. Alicia en el País de las Maravillas o Los viajes de Gulliver son ejemplos de textos que poco tienen que ver con la adolescencia o la infancia y venían de matute en medio de la avalancha de edulcorados burros peludos o de vidas que salían al encuentro lacrimógenamente. Hay quien afirma que bendito sea aquel que no leyó una obra importante para la literatura (Guerra y paz, El Quijote) porque va a tener la oportunidad en el futuro de darse de bruces con la sorpresa que supone la primera lectura y quien tal asegura no anda desencaminado. Pero cuando uno se hace adulto y pejiguero y echa mano de los cuatro libros de Los Viajes de Gulliver o de Alicia en el País de las Maravillas y, sobre todo, de Alicia a través del espejo, se da cuenta de que lo que hojeó en su remota infancia nada tiene que ver con el asunto de semejantes ficciones que leyó tanto tiempo atrás y de las que sólo tuvo un atisbo lejano. La filosofía que subyace en la obra de Jonathan Swift o las complejidades del turbio Carroll difícilmente podría entenderlas un chaval que paladeaba a Mortadelo y Filemón o viajaba al corazón de África de la mano de Tarzán que para los de mi edad solo puede encarnar Johnny Weissmüller: los tarzanes posteriores y coloridos, como Lex Barker, tenían un  amaneramiento actoral muy de estudios de Hollywood en tanto que el campeón olímpico daba perfectamente el pego y las plantas y árboles que aparecían en los decorados gozaban de la realidad hermosa de una falsificación perfecta. Y aunque nos hayamos zambullido en las disparatadas aventuras de Alicia sin saber bien qué significaba aquello y su simbolismo constituyera un problema de difícil resolución, aunque la amarga visión de los seres humanos de Gulliver nos pasara inadvertida merced a resúmenes que no hacían hincapié en ese trasfondo, uno agradece el batiburrillo de lecturas que tenía a su disposición, esos libros que, muchas veces sin saber cómo, aparecían en una habitación de la casa como si alguien los hubiese dispuesto igual que un reto y, con frecuencia, preferíamos irnos por el Misisipi con Tom y Huck que jugar al chorromorropicotaina o mear sobre liliputienses con Gulliver antes que bajar al parque para ver a esa niña que volvía locos a todos los miembros de la pandilla pero que no tenía el encanto de Alicia y cuya lealtad sería siempre más endeble que el complejo personaje del tortuoso Carroll. Por medio de esas maravillosas trampas nos pusieron en contacto con el mundo de la literatura, sin necesidad de acudir a niños que hacen magia como Harry Potter porque la magia formaba parte de nuestra forma de ser. Quizá empecemos a envejecer cuando dejamos de vivir en el mundo de la ficción.

FOSA COMÚN

Después de Fragmenta (Lumen, 1999), Esa ciudad (Bruguera, 2006) y Mate jaque (Mondadori, 2009), Javier Pastor acaba de publicar, asimismo en Mondadori, su última novela, Fosa común. Con los precedentes citados, a nadie extrañará que Javier la arme de nuevo. Nunca dejará de sorprenderme, el amigo. Gracias.

EL REMEDIO Y LA ENFERMEDAD

Menos mal que cuando las cosas van peor de lo que uno se esperaba, valga decir, casi siempre, aparecen iluminados que nos dan el remedio para nuestras desgracias: economistas que aconsejan cómo sobrevivir al trance de la crisis, médicos que orientan desde la televisión acerca del tipo de vida que debemos llevar, augures que resuelven nuestras dudas en el amor y en el trabajo, pensadores que nos muestran el camino que debemos seguir, políticos que nos indican qué postura tenemos que poner para ser vilmente penetrados de la forma más indolora posible. El mundo está lleno de estos oráculos que nos facilitan la ruta que nos guía hacia no se sabe bien dónde. Uno lleva chapoteando en esto de emborronar páginas, con mayor o menor fortuna, desde hace cuarenta años y sigue preguntándose qué demonios es eso de la literatura aparte de un delito ecológico y cuando ni las opiniones de aquellos a los que respeta le aclaran las dudas, surge de algún lugar del cuaternario ficcional un señor que se llama Paulo Coelho y toca la tecla precisa, clinc, que resuelve cualquier vacilación. El prolífico autor brasileño, no precisamente un heredero de Amado ni de Guimaraes Rosa sino más bien de una escuela de samba de cojintrancos, nos explica de forma contundente lo que uno debe hacer para llegar a ser alguien en esto de la literatura: para conseguir esa meta anhelada, dice el maestro, ningún escritor debe carecer de twitter o de facebook. Ésa es la razón por la que yo no soy nadie: carecía de ambas posibilidades de ponerme en contacto con esos seguidores, vayapordios. Así que no se mate usted tecleando horas en la pantalla o manuscribiendo sus textos, no lea para aprender de los demás, déjese de zarandajas artesanales y vaya directamente al grano: abra una cuenta en twitter,  engánchese a facebook y sus problemas con agentes, editoriales, librerías, revistas y suplementos estarán automáticamente resueltos. Qué listo el escribidor que, por cierto, ya vendía millones de ejemplares antes de la aparición de esas dos herramientas informáticas. ¡Gracias, maestro! Pero para llenar el ego hay que ser más rompedor, más iconoclasta y el hombre tiene los redaños suficientes para emprender esa tarea sin mover un músculo de la cara. Con un par, el autor de tal cantidad de obras memorables, sin inmutarse y mirando al tendido, como un José Tomás cualquiera, afirma que Ulises de Joyce le hizo mucho daño a la literatura. Prudente, no añadió que Las meninas también se lo hizo a la pintura, el David a la escultura y El padrino al cine. Pobre Joyce, ese desgraciado que se pasó veinte años de su vida escribiendo una fruslería como Ulises con la perversa finalidad de destrozar el manso fluir de la corriente de la novelística. Si es que hay quien escribe para joder, está claro. No sólo eso, podría añadir Coelho: en pernicioso conchabamiento con un tal Franz Kafka decidieron los dos dinamitar el berroqueño edificio narrativo construido con anterioridad a ellos y, como carecían de twitter y de facebook, se aplicaron como locos temerarios a caligrafiar páginas y páginas, a reescribirlas, a borrarlas, a romperlas sin otra meta que hacerle daño a la literatura, a raíz de lo cual la literatura está muy, muy enferma y menos mal que surgen curanderos como Paulo Coelho y le dan al paciente medicinas del tipo A las orillas del río Piedra me senté y lloré, El Alquimista, El guerrero de la luz o Verónika debe morir y con esos preparados vómicos la literatura sigue sobreviviendo aunque con escasas posibilidades de recuperación pero para eso está él, el ínclito, el oráculo, que nos aclara cuál es la enfermedad, la diagnostica certeramente y aplica el remedio adecuado: la liviandad, la profunda superficialidad, la logorrea inocua y la trivialidad que pueden ustedes adquirir en su cuenta de twitter o en su perfil de facebook. Algunos preferimos la literatura achacosa de Joyce a la saludable de Paulo Coelho, imbéciles de nosotros.

BAJO EL SOL DE LOS MUERTOS

Este año tuve la fortuna de leer «Fábulas, seguido de sueños, claridades, enigmas», «La estación extraviada» y «Disgregario» del canario Roberto A. Cabrera. Y recientemente «Bajo el sol de los muertos», una novela solo disponible en formato electrónico. Dejo aquí el enlace de esta última porque merece la pena leerla.

https://t.co/X5jOtU51CC

MARCHANDO UNA DE PULPO

En un reciente reportaje de Faro de Vigo, en el ámbito de Ourense, M. J. A., a quien va dedicado este artículo, hizo bueno un aforismo de Cioran que yo había subrayado años atrás: Una civilización empieza por el mito y se termina con la duda. Y en la civilización gallega, en la sección de gastronomía que ahora los más audaces intentar insertar en ese amplio y difuso concepto denominado cultura (hasta se habla de la cultura del fútbol, que ya son ganas de enredar el negocio), yo tenía mi propio mito forjado a lo largo de décadas y que creía cimentado en una larga y fértil tradición: el cocimiento del pulpo. Había quien ponía en la pota unas monedas de cobre que sólo se utilizaban con la finalidad de prepararlo. Pero algo que todo el mundo reivindicaba a la hora de cocer el pulpo era “asustarlo” tres veces, esto es, extraerlo del recipiente y volverlo a sumergir por triplicado como en una ceremonia ritual en el río Jordán. Siempre creí, habiendo visto en numerosas ocasiones proceder a esa triple inmersión, que se hacía con alguna finalidad culinaria, para ablandar el pulpo, para darle su punto exacto de cocción, en fin, uno de esos secretos que van pasando de generación en generación y en los que se cree con una fe sólida, sin cuestionarlos jamás aunque no sean ciertos como, por ejemplo, decir que Cristiano Ronaldo es el mejor jugador de fútbol del mundo, aseveración para la que hace falta ser crédulo y padecer algún defecto óptico. Toda esa parafernalia, como digo, siempre la tuve vinculada al hecho de que el pulpo se convirtiese en ese plato que antaño era de segunda categoría y hoy ha disparado su precio hasta el punto de que afirma el padre Fray Luis Yáñez, monje del monasterio cisterciense de Oseira que se cita en el artículo de M. J. A. “los monjes de ahora solo podemos comerlo si nos lo regalan; no nos da para comprarlo”: oído cocina, o que non chora non mama. Pues bien, ese monje nos aclara que el rito de “asustar” el pulpo carece de finalidades culinarias y que se debe a que en los siglos XII y XIII, existía un priorato cisterciense en Arcos y el pulpo llegaba de Marín (y sigo casi textualmente el reportaje del periódico) desecado y se procedía a bautizarlo hasta tres veces en el agua hirviendo para sacralizarlo y que en realidad la inmersión no era sino “el símbolo trinitario, es decir en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” y así se liberaba al animal de las fuerzas del mal antes de jalarlo. No sé exactamente dónde atesora el pulpo esas fuerzas malignas, fuera de su aspecto macabro y demoníaco: no resulta extraño que los monjes creyeran que en su interior albergaba algo diabólico porque el octópodo es feo de cojones. Comparado con el diseño futurista de una nécora o de una cigala, con la poética de la ostra o con lo onírico de un percebe, el pulpo no deja de ser una masa amorfa con tentáculos y ventosas que, en apariencia, no puede tener el agradable sabor que descubre al zamparlo. Es como nos sucedía de niños, cuando nuestras madres nos daban la merienda y si, extrañamente, éramos incapaces de comerla entera y dejábamos en algún rincón un trozo de pan, antes lo besábamos con unción como si hubiésemos despreciado una hostia consagrada o una teta de novicia. De ese modo la infancia, como la civilización, se va forjando con mitos que muchas veces no tienen correspondencia alguna con la realidad pero que conforman nuestra personalidad. Así que los monjes, igual que si el pulpo fuese un infante al que hay que bautizar quam prius, que dice la doctrina, lo sumergían tres veces en el agua hirviendo y se procedía a limpiar su alma (no sólo Fernando Vallejo reivindica el alma de los animales por lo que se ve) y cristianarlo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En definitiva, “asustar” tres veces al cefalópodo carece de connotaciones culinarias, todo lo contrario de la sal gruesa, el aceite y el pimentón. Así pues, instaurada la duda, como dije al principio recurriendo a Cioran, se va pudriendo el mito primigenio y se nos cae de las manos la poesía aunque no deja de tener su morbo saber que el pulpo que comemos está limpio de todo pecado, de toda culpa, y, de esa forma, pasamos a formar parte de una comunidad de fieles que lo consumen los domingos y los días de feria, una especie de ecumenismo laico que forja una sólida complicidad en torno a un plato de pulpo que, bautizado o no, constituye un manjar de nuestra civilización. Un manjar de dioses para paladares humanos y con el nihil obstat eclesiástico. No se puede pedir más.