El arte del puzle

Blog del escritor José María Pérez Álvarez, 'Chesi'

Mes: diciembre, 2016

UN PASTICHE

Un tipo enorme está sentado a la mesa de la terraza de un bar, debajo de una sombrilla y cerca de un ventilador que esparce minúsculas gotitas de agua. Las gafas le cuelgan del cuello y a veces detiene su quehacer, mira a su alrededor con ojos ensimismados y fuma un cigarrillo que deja en el cenicero o se acaricia el desorden de la barba. Tiene el pelo largo y aspecto de extranjero, como un gigante que llegara de repente y sin saber cómo a un país de enanos ignorando su idioma y sus costumbres, como un personaje de Swift. Esporádicamente, con lentitud, bebe una cerveza y después retoma la rutina de escribir a bolígrafo en una libreta de espiral de tapa roja. “Hubo un tiempo en que a lo mejor veía duro, tal vez porque todavía era capaz de mirar, y el que mira ve dos veces, ve lo que está viendo y además es lo que está viendo o por lo menos podría serlo o querría serlo o querría no serlo, todas ellas maneras sumamente filosóficas y existenciales de situarse y de situar el mundo.” El sujeto enorme acaba de redactar esa frase de un tirón, sin levantar la vista del papel; le da un sorbo a la cerveza, coge el cigarrillo y observa a un hombre que camina lentamente por la acera: su aspecto le resulta familiar, algo insólito (si lo insólito no es lo habitual que no queremos comprender) para un gigante extranjero que acaba de ingresar en un país de enanos. El tipo grande contempla los círculos que la espuma deja en el vaso y apaga el cigarrillo; luego escribe. “Pero ese sujeto un día hacia los veinte años empezó a no mirar más, porque en realidad tenía la piel suavecita y las últimas veces que había querido mirar de frente el mundo, la visión le había tajeado la piel en dos o tres sitios y naturalmente…” y suspende la escritura para observar al hombre otra vez, observar su espalda ya lejana y corroborar o revocar la sensación de familiaridad imposible que creyó descubrir, para lo cual se coloca las gafas que cuelgan del cuello con un cordoncito, se pasa una mano por el cabello abundante, suelta las gafas cuando el paseante dobla la esquina y bebe un trago de cerveza. Enciende otro cigarrillo, gira el rostro para que el polvo de agua lo refresque y reinicia la tarea. “…entonces una mañana empezó solamente a ver, cuidadosamente a nada más que ver, y por supuesto desde entonces todo lo que veía lo veía blando, lo ablandaba con solo verlo, y él estaba contento porque no le gustaban de ninguna manera las cosas duras” y cesa su actividad porque en la acera de enfrente, la que rodea el perímetro del parque, acaba de instalar su tinglado un individuo manco y barbudo, un cronopio, sin duda, y el grandón, divertido y con algo de asombro porque barrunta un espectáculo único y él adora los espectáculos únicos, tan poco frecuentes, cierra la libreta, encaja el bolígrafo en la espiral y mira cómo el manco empieza a tocar el teclado con la mano superviviente y al escuchar los compases iniciales el gigante casi estornuda de gozo porque reconoce de inmediato la melodía de Bye Bye Blackbird, de Dixon y Henderson, que se sabe de memoria porque docenas de veces se la escuchó tocar al glorioso Miles Davis, como si el manco supiese que un gigante ultramarino acaba de llegar al país de los enanos y hubiera que agasajarlo como corresponde e incurre en el jazz que es la verdadera patria del coloso y acerca del cual éste garabateó centenares (o menos) de páginas y el grandullón, mientras escucha, le señala el vaso vacío al camarero que experto en lenguaje de signos y en veleidades espiritosas, tarda lo mismo en satisfacerlo que Usain Bolt en recorrer los doscientos metros lisos por lo cual el grandote deduce que la cerveza no ha sido tirada ritualmente pero qué más da cuando un manco ejecuta, casi literalmente, a Miles Davis, ayudándose, en vacíos interludios improvisados a base de silencios que no figuran en pentagrama alguno, de la impagable cooperación alcohólica que le proporciona una botella de pitarra, a resultas de lo cual, una vez fallecido Davis, se abre una breve eternidad de suspense que provoca un aplauso mayoritario y casi unánime, un claclaclá que espanta a las palomas cojoneras y alborota el polvo de agua en el que, quépena, no se refleja el arcoíris. El gigantón aplaude fervoroso y sonriente recuerda a las muchedumbres fervorosas y sonrientes que aplaudían en las veladas del Luna Park y comprende o más bien se ratifica en la idea de que no existe el azar y quién lo iba a decir, cuando salió de su piso parisino para buscar al gato que huyó por las escaleras, que tras la pista del felino iba a recorrer sin darse cuenta kilómetros y kilómetros para llegar a un parque de una ciudad desconocida donde un músico manco está tocando, calamitosamente pero no importa, una pieza para piano de Erik Satie, reconoce, pese a su torpe ejecución, Première pensée rose‑croix, interrumpida, dita sea, de forma grosera y dictatorial por dos miembros de la policía, más que probables famas, que invitan al artista a recoger sus pertenencias, apilarlas en el modesto carro en el que las transporta (porque la música ambulante no genera fortunas exageradas que permitan la adquisición de medios de transporte más lujosos como una limusina, sino que obliga al intérprete a gambetear la pobreza en carros con ejes desengrasaos), y acompañarlos a comisaría en medio de las protestas del público defraudado que silba e insulta a la autoridad competente o incompetente, a saber, cabrones, hijosputa y todas esas zalamerías. El gigante, amilanado por sentirse extranjero en un país de enanos, por una vez no toma partido a favor de la víctima atropellada, bebe despacio la cerveza, abre la libreta de espiral de tapa roja y sigue a lo suyo. “¿Qué hacer con mi amigo? Nada, claro. En todo caso verlo pero nunca mirarlo; ¿cómo, pregunto, podríamos mirarlo sin la más leve amenaza de disolución? El que solamente ve, solamente ha de ser visto; moraleja melancólica y prudente que va, me temo, más allá de las leyes de la óptica.”

Un tipo enorme está sentado a la mesa de la terraza de un bar, debajo de una sombrilla y cerca de un ventilador que disemina minúsculas gotitas de agua, un polvillo casi invisible en la tarde que se está poniendo y cuando decline definitivamente, piensa el grandote parafraseando a Juan de la Cruz, seremos examinados en el amor y como el examinador no otorgue un aprobado general, nos vemos en septiembre, cavila el gigante que recoge sus enseres, se pone las gafas, yergue su inmensa estatura y camina decidido sin saber a dónde, que es la forma más segura de caminar, mientras especula con la posibilidad de escribir un cuento acerca de un boludo y cronopio pianista manco no bien encuentre el camino de regreso para volver a París que ya va a ser hora de su cita con la Maga en Pont des Arts.

LIBROS

Alfonso Armada, director del ABC Cultural, tuvo la generosidad de mencionar Nembrot en esta lista de libros del año 2016. Mi agradecimiento.

Libros Bárbaros de 2016

PERDEDORES

Hay tal enfermiza (y quizá bendita) fascinación por los personajes perdedores en el mundo de la cultura y, concretamente, en la literatura que podíamos afirmar, con escaso margen de error, que la buena literatura se ocupa de la desdicha y la mala de la felicidad. Claro que habría que matizar con contundencia qué significa exactamente perdedores y me da una pereza horrible. Perdedores en su día fueron Kafka y Van Gogh, por citar dos ejemplos. La manida sentencia inaugural de Anna Karénina (“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”) de Tólstoi acostumbra a ser una premisa sobre la que se sustenta buena parte de la literatura. Este preliminar viene a cuento porque hace unos meses leí un reportaje acerca de un ciclista que se había especializado durante años en convertirse en el farolillo rojo del Tour de Francia, con la misma dedicación, la misma entereza y el mismo planteamiento que podía emplear Eddy Mercks en ganar cinco veces la carrera francesa. Por perversión o por carácter siempre he admirado a ese tipo de gente, al corredor que, sin ser descalificado por llegar fuera del control, era capaz de mantener una inteligente estrategia para ser el último de la carrera y pienso que merecía estar en el podio junto con los galardonados en París. Es cierto que nos atraen, en general, las figuras deportivas que se convirtieron en leyenda: Hinault, Anquetil, Indurain, pero en la memoria de este corazoncito que cualquier día hará pum, fabriqué una hornacina acogedora para otro tipo de ciclistas: el grandioso Poulidor que siempre llegaba detrás de Anquetil, Bugno a la estela de Miguelón (aunque, a la postre, Pou Pou y Gianni Bugno figuran en la lista de los grandes) y, sobre todo, para los gregarios, esos corredores grises que se retrasaban, bajaban hasta el coche del equipo, se abastecían de bebida y comida y volvían a ponerse en cabeza para satisfacer las exigencias y las necesidades de la estrella del equipo. Sin ellos no pocos desfallecimientos jalonarían la trayectoria de los grandes vencedores del Tour, del Giro, de la Vuelta a España. Son  corredores que una vez facturado su gris papel, se rezagan al escalar un puerto y van dando bandazos de un lado a otro de la carretera y que alcanzan la meta exhaustos pero no derrotados, sabiendo que al día siguiente deberán llevar a cabo su trabajo de galeotes sin otro premio que eso tan lábil de “la satisfacción del deber cumplido”. Los heroicos ciclistas de la sombra que pocas veces son citados en las crónicas deportivas. Cualquiera de ellos es infinitamente mejor que Lance Armstrong que ahora reconoce, a destiempo, que resulta imposible ganar siete tours sin recurrir a sustancias dopantes; lo curioso es que, estando como estaba el ciclismo bajo sospecha, cuando más de uno nos atrevimos a decir eso, que el estadounidense iba ciego cada vez que acudía a Francia como el yonqui busca al camello, nos reprochaban nuestro chovinismo (a ti lo que te molesta es que bata el récord de Indurain) o nuestro desprecio por Estados Unidos (claro, como es de Estados Unidos y tú eres un rojo de mierda que cree que ese país es imperialista; si fuese un ruso no dirías lo mismo (¿?)). La verdad es que desde los años ochenta, por lo menos, pongo en duda que ciclista alguno, ni el que gana la carrera ni el que abastece de bidones a su jefe de filas, no eche mano de algún suplemento extra para hacer frente a una prueba donde se pasa de los cien metros de altitud a los dos mil quinientos, donde durante tres semanas corres con treinta y ocho grados un día y al otro con diez, donde ruedas a la orilla del mar y en la siguiente etapa en una cumbre nevada. Es la misma esencia del ciclismo, que exige monstruosidades más allá del sentido común (como, en general, casi todas las disciplinas deportivas actuales) la que provoca que los deportistas recurran a lo que un médico sin entrañas ni conciencia ponga a su disposición. Hace ya muchos años que alguien vinculado al mundo del ciclismo profetizó que un ganador de un Tour necesitaba tantas sustancias perjudiciales para el organismo, que sería raro que viviese más allá de los sesenta años. La gloria a tu alcance si cierras los ojos y no piensas en el futuro: la tentación es enorme. En cualquier actividad se forjan esos semidioses que viven a la sombra de los dioses y que sustentan las columnas del edificio. Por perversión, como dije antes, cuando asisto a una final de la Liga de Campeones o Chámpions Li, no puedo dejar de pensar en el equipo vencido, en esos hombres que se sientan en el césped y lloran como niños mientras los triunfadores celebran la conquista de la Copa con la paletada del oeeeeé, oeeeeeé, oeeeé, oé. Que es que se me va al corazoncito del carajo a arropar al púgil que quedó tendido en la lona en tanto el árbitro levanta el brazo del ganador aunque éste haya sido el grandioso Muhammad Alí. En la historia del fútbol deberían seguir existiendo unos premios a la deportividad como había antaño y que se otorgaban, por lo general, al delantero que tiraba un penalti fuera porque el árbitro se había equivocado al señalarlo o al futbolista que encaraba la portería rival y al ver que el portero en su salida se tropezaba y quedaba en el suelo mandaba el balón a la grada porque no quería aprovecharse del traspié del rival. Sé que aún quedan futbolistas así que de vez en cuando hacen honor a la esencia del deporte, ese deporte hoy tan cargado de connotaciones económicas que es imposible imaginarse una generosidad de semejante calibre en un partido de fútbol.

Post Data: ¿Hay algo más hermoso que la entereza de un equipo de fútbol como Os Chaos (Amoeiro, Ourense), que jamás ganan ni empatan un partido, que pierden por goleada, que pueden llegar a final de temporada con diez goles a favor y dos centenares en contra y, pese a todo, siguen desde hace años, domingo a domingo, saltando al campo con orgullo? ¿Algo más heroicamente conmovedor que Eric Moussambani nadando los cien metros en los JJ.OO. de Sidney en más de 1 minuto y 52 segundos como si buscase en la orilla una isla en la que asilarse? Pues ahí quería ir a parar después de tan largo artículo.